Pasar al contenido principal
Casa Histórica. Museo Nacional de la Independencia

Combate de San Lorenzo

San Martín llegó a Buenos Aires a bordo de la fragata inglesa George Canning el 9 de marzo de 1812. Según el historiador John Lynch, la ciudad poseía un mínimo de encanto derivado de su pasado colonial, con calles regulares, adoquinadas de manera tosca, que se cortaban formando ángulos rectos y plazas espaciosas que aliviaban la monotonía creada por la sucesión de edificaciones de poca altura. El ambiente era insalubre y las atracciones eran pocas: había teatro, algunos cafés, y las populares corridas de toros y peleas de gallos estaban a la orden del día. Las ocasionales pulperías, una combinación de bar y tienda de abarrotes, ofrecían a los jinetes un poco de descanso. Sin embargo, la única comida era una carne de vacuno muy dura, cocinada inmediatamente después de que la res hubiera sido sacrificada y procedente de sus partes menos blandas.

San Martín fue bienvenido por unos, pero era sospechoso para otros. Había pasado la mayor parte de su vida en España y muchos años en el ejército español. Era un oficial de la potencia colonial, y no dejó de advertir las reservas que despertaba entre las autoridades locales. Había rumores de que era un espía británico. Otras sospechas afirmaban que era un agente no sólo de España sino de Francia, y por lo tanto, un enemigo de Gran Bretaña.

Hacia 1812, el proceso político revolucionario había derivado en la formación de un Triunvirato conformado por Feliciano Chiclana, Manuel de Sarratea y Juan José Paso. En abril 1812, el lugar de Paso fue ocupado por Juan Martín de Pueyrredón. Órgano caracterizado por el centralismo de sus políticas, tendrá en Bernardino Rivadavia una figura clave, ya que el secretario del Triunvirato tuvo una activa participación en la toma de decisiones. 

El Primer Triunvirato decidió crear un nuevo  escuadrón de caballería, un arma hasta entonces desatendida por las fuerzas revolucionarias. San Martín fue el encargado de organizar y adiestrar a la nueva unidad, que concibió como un cuerpo de elite formado en los últimos modelos estratégicos que él había aprendido en Europa. Dirigió personalmente la instrucción, y se ocupó del vestido y la elegancia de oficiales y soldados, insistiendo en la necesidad de mantener los estándares más elevados de estilo y disciplina. El gobierno ordenó a las provincias que enviaran jinetes para unirse al escuadrón, pero San Martín se encargó de seleccionar el cuerpo de oficiales y participó activamente en su formación. Para agosto se había reclutado un primer escuadrón compuesto de dos compañías de setenta y dos hombres cada una y el adiestramiento estaba en marcha. Para finales de 1812 se incorporaron al cuerpo de San Martín nuevos reclutas procedentes de San Luis y Corrientes. Además, se le autorizó a reclutar tropas de su tierra natal, las aldeas guaraníes de la región de Yapeyú. El 5 de diciembre se decretó la creación de un regimiento de Granaderos a Caballo, y dos días después se ascendió a su oficial al mando, San Martín, al grado de coronel.

Las normas disciplinarias de los Granaderos eran severas y de su aplicación se encargaba un tribunal de honor. Un oficial podía ser expulsado del cuerpo por, entre otras cosas, actuar con cobardía en el campo de batalla, ser deshonesto, cometer injusticias con la tropa, asociarse con rangos inferiores, golpear a cualquier mujer, aparecer en público junto con prostitutas y beber en exceso. De estas medidas se puede observar la dureza del carácter militar de San Martín.

El desprestigio del Primer Triunvirato fue en aumento con el correr de los meses. La falta de apoyo al accionar militar de Belgrano en Tucumán, y las presiones ejercidas por la Logia Lautaro, en la que San Martín tenía una activa participación, fueron factores decisivos que provocaron la caída del Primer Triunvirato y la formación de un Segundo Triunvirato, integrado por Nicolás Rodríguez Peña, Antonio Álvarez Jonte y Juan José Paso.

A principios de 1813, la situación era preocupante para los revolucionarios en el litoral. Los españoles seguían ocupando Montevideo y realizando desde allí incursiones hostiles en el río Paraná. San Martín recibió órdenes de dirigir una compañía de los Granaderos a Caballo para proteger a la población y sus reses de los ataques del enemigo a lo largo de la orilla del río Zárate en el sur hasta Santa Fe en el norte. Ansioso por realizar un ataque con rapidez, reunió sus fuerzas sin perder tiempo para descubrir luego, con furia, que su avance era víctima de una planeación desordenada. Se había quedado varado en Santos Lugares debido a las orientaciones erróneas de su guía y la falta de caballos. 

El 31 de enero San Martín recibió información confidencial de que buques españoles habían anclado frente a San Lorenzo, a medio camino entre Zárate y Santa Fe, donde habían desembarcado un centenar de soldados. Para compensar por su tardanza inicial y consciente de que este enfrentamiento podía ser el éxito o la ruina de su carrera revolucionaria, condujo a la caballería en esta dirección para llegar a San Pedro el 1 de febrero, tras haber recorrido cuatrocientos veinte kilómetros en cinco días en el calor del verano.

San Martín posicionó sus tropas detrás del monasterio desalojado, ocultándolas de la vista de los españoles que llegaban del río, y les ordenó que se mantuvieran en silencio mientras él subía a la torre del monasterio para observar al enemigo en el momento en que éste se preparaba para desembarcar. Apostó a los milicianos con sus armas de fuego en el interior del edificio con el fin de que defendieran la puerta principal y ofrecieran cobertura a la caballería cuando ésta atacara. Si el avance de la caballería encontraba resistencia, entonces la infantería podía ofrecerle fuego de cobertura en su retirada. Hacia las 5.30 de la mañana del 3 de febrero, San Martín ascendió a la torre por segunda vez y vio desembarcar a doscientos veinte marineros.

Cuando San Martín bajó de la torre, sacó su sable y dio órdenes a sus soldados, a los que prohibió abrir fuego: la vanguardia debía atacar al enemigo con lanzas y el resto con espadas; asimismo, instó a los oficiales a actuar con decisión como merecía la valía del regimiento. Él dirigiría el ataque en el centro y el capitán Justo Bermúdez, por la derecha, atacaría el flanco izquierdo del enemigo.

Los realistas se encontraban a doscientos metros del monasterio, una buena distancia para que San Martín lanzara una carga súbita con un elemento de sorpresa y sus hombres pusieran en práctica las lecciones que les había enseñado en un ataque ininterrumpido; así se impediría al enemigo emplear su capacidad de fuego plenamente. Los Granaderos rompieron filas y en quince minutos el terreno estaba cubierto de heridos y muertos. Durante la carga inicial, el caballo de San Martín recibió un disparo y cayó en tierra. Con su pierna derecha aprisionada, recibió un golpe de refilón en la mejilla izquierda propinado por un marino español que le atacó con su espada. Y cuando otro soldado enemigo se disponía a matarlo con su bayoneta, un granadero le salvó la vida con su lanza. Otro granadero, el correntino Juan Bautista Cabral, desmontó de su caballo para liberar a su coronel, antes de que dos disparos acabaran con su vida. Los Granaderos lanzaron una segunda carga y empujaron a los españoles a la orilla del río, desde donde consiguieron escapar a sus botes, ayudados por los barrancos y precipicios de la zona.

San Martín era consciente de que no había impedido la retirada y escape del enemigo, si bien éste había sufrido muchas bajas: cuarenta muertos, catorce prisioneros y doce heridos, en comparación con las veintiséis bajas que habían sufrido sus filas, de las que seis eran muertos y el resto heridos. El coronel atribuyó lo ocurrido a un fallo de su flanco derecho, que no logró despejar su frente y regresar lo bastante de prisa al realizar un recorrido innecesariamente largo por la izquierda. Aunque había peleado con valentía y resultado gravemente herido, el capitán Bermúdez sintió el peso de la responsabilidad, y cuando se le amputó la pierna se soltó el torniquete para desangrarse hasta morir.

San Martín agradeció al sacerdote Julián Navarro, que atendió con empeño a los soldados en San Lorenzo. Y aunque la victoria fue incompleta, también resultó beneficiosa en el botín capturado: cuarenta y un fusiles, un cañón, ocho espadas, ocho bayonetas y ocho pistolas.

Incapacitado después de la batalla, San Martín tuvo que dictar sus informes. Sus heridas consistían en un corte a lo largo de la mejilla izquierda, un brazo torcido y una pierna magullada. Sus acciones habían sido las propias de un oficial con experiencia. Dirigir la carga desde el frente había sido necesario en esta ocasión ya que debía dar ejemplo a sus Granaderos en su bautismo de fuego, a pesar de que esta arriesgada exposición pudo acabar con su vida. Unos años más tarde, en los campos de Chacabuco, tomaría la misma decisión al liderar personalmente la carga en la que los Granaderos pusieron en juego el destino de la revolución.

San Martín fue bienvenido por unos, pero era sospechoso para otros. Había pasado la mayor parte de su vida en España y muchos años en el ejército español. Era un oficial de la potencia colonial, y no dejó de advertir las reservas que despertaba entre las autoridades locales. Había rumores de que era un espía británico. Otras sospechas afirmaban que era un agente no sólo de España sino de Francia, y por lo tanto, un enemigo de Gran Bretaña.

Hacia 1812, el proceso político revolucionario había derivado en la formación de un Triunvirato conformado por Feliciano Chiclana, Manuel de Sarratea y Juan José Paso. En abril 1812, el lugar de Paso fue ocupado por Juan Martín de Pueyrredón. Órgano caracterizado por el centralismo de sus políticas, tendrá en Bernardino Rivadavia una figura clave, ya que el secretario del Triunvirato tuvo una activa participación en la toma de decisiones. 

El Primer Triunvirato decidió crear un nuevo  escuadrón de caballería, un arma hasta entonces desatendida por las fuerzas revolucionarias. San Martín fue el encargado de organizar y adiestrar a la nueva unidad, que concibió como un cuerpo de elite formado en los últimos modelos estratégicos que él había aprendido en Europa. Dirigió personalmente la instrucción, y se ocupó del vestido y la elegancia de oficiales y soldados, insistiendo en la necesidad de mantener los estándares más elevados de estilo y disciplina. El gobierno ordenó a las provincias que enviaran jinetes para unirse al escuadrón, pero San Martín se encargó de seleccionar el cuerpo de oficiales y participó activamente en su formación. Para agosto se había reclutado un primer escuadrón compuesto de dos compañías de setenta y dos hombres cada una y el adiestramiento estaba en marcha. Para finales de 1812 se incorporaron al cuerpo de San Martín nuevos reclutas procedentes de San Luis y Corrientes. Además, se le autorizó a reclutar tropas de su tierra natal, las aldeas guaraníes de la región de Yapeyú. El 5 de diciembre se decretó la creación de un regimiento de Granaderos a Caballo, y dos días después se ascendió a su oficial al mando, San Martín, al grado de coronel.

Las normas disciplinarias de los Granaderos eran severas y de su aplicación se encargaba un tribunal de honor. Un oficial podía ser expulsado del cuerpo por, entre otras cosas, actuar con cobardía en el campo de batalla, ser deshonesto, cometer injusticias con la tropa, asociarse con rangos inferiores, golpear a cualquier mujer, aparecer en público junto con prostitutas y beber en exceso. De estas medidas se puede observar la dureza del carácter militar de San Martín.

El desprestigio del Primer Triunvirato fue en aumento con el correr de los meses. La falta de apoyo al accionar militar de Belgrano en Tucumán, y las presiones ejercidas por la Logia Lautaro, en la que San Martín tenía una activa participación, fueron factores decisivos que provocaron la caída del Primer Triunvirato y la formación de un Segundo Triunvirato, integrado por Nicolás Rodríguez Peña, Antonio Álvarez Jonte y Juan José Paso.

A principios de 1813, la situación era preocupante para los revolucionarios en el litoral. Los españoles seguían ocupando Montevideo y realizando desde allí incursiones hostiles en el río Paraná. San Martín recibió órdenes de dirigir una compañía de los Granaderos a Caballo para proteger a la población y sus reses de los ataques del enemigo a lo largo de la orilla del río Zárate en el sur hasta Santa Fe en el norte. Ansioso por realizar un ataque con rapidez, reunió sus fuerzas sin perder tiempo para descubrir luego, con furia, que su avance era víctima de una planeación desordenada. Se había quedado varado en Santos Lugares debido a las orientaciones erróneas de su guía y la falta de caballos. 

El 31 de enero San Martín recibió información confidencial de que buques españoles habían anclado frente a San Lorenzo, a medio camino entre Zárate y Santa Fe, donde habían desembarcado un centenar de soldados. Para compensar por su tardanza inicial y consciente de que este enfrentamiento podía ser el éxito o la ruina de su carrera revolucionaria, condujo a la caballería en esta dirección para llegar a San Pedro el 1 de febrero, tras haber recorrido cuatrocientos veinte kilómetros en cinco días en el calor del verano.

San Martín posicionó sus tropas detrás del monasterio desalojado, ocultándolas de la vista de los españoles que llegaban del río, y les ordenó que se mantuvieran en silencio mientras él subía a la torre del monasterio para observar al enemigo en el momento en que éste se preparaba para desembarcar. Apostó a los milicianos con sus armas de fuego en el interior del edificio con el fin de que defendieran la puerta principal y ofrecieran cobertura a la caballería cuando ésta atacara. Si el avance de la caballería encontraba resistencia, entonces la infantería podía ofrecerle fuego de cobertura en su retirada. Hacia las 5.30 de la mañana del 3 de febrero, San Martín ascendió a la torre por segunda vez y vio desembarcar a doscientos veinte marineros.

Cuando San Martín bajó de la torre, sacó su sable y dio órdenes a sus soldados, a los que prohibió abrir fuego: la vanguardia debía atacar al enemigo con lanzas y el resto con espadas; asimismo, instó a los oficiales a actuar con decisión como merecía la valía del regimiento. Él dirigiría el ataque en el centro y el capitán Justo Bermúdez, por la derecha, atacaría el flanco izquierdo del enemigo.

Los realistas se encontraban a doscientos metros del monasterio, una buena distancia para que San Martín lanzara una carga súbita con un elemento de sorpresa y sus hombres pusieran en práctica las lecciones que les había enseñado en un ataque ininterrumpido; así se impediría al enemigo emplear su capacidad de fuego plenamente. Los Granaderos rompieron filas y en quince minutos el terreno estaba cubierto de heridos y muertos. Durante la carga inicial, el caballo de San Martín recibió un disparo y cayó en tierra. Con su pierna derecha aprisionada, recibió un golpe de refilón en la mejilla izquierda propinado por un marino español que le atacó con su espada. Y cuando otro soldado enemigo se disponía a matarlo con su bayoneta, un granadero le salvó la vida con su lanza. Otro granadero, el correntino Juan Bautista Cabral, desmontó de su caballo para liberar a su coronel, antes de que dos disparos acabaran con su vida. Los Granaderos lanzaron una segunda carga y empujaron a los españoles a la orilla del río, desde donde consiguieron escapar a sus botes, ayudados por los barrancos y precipicios de la zona.

San Martín era consciente de que no había impedido la retirada y escape del enemigo, si bien éste había sufrido muchas bajas: cuarenta muertos, catorce prisioneros y doce heridos, en comparación con las veintiséis bajas que habían sufrido sus filas, de las que seis eran muertos y el resto heridos. El coronel atribuyó lo ocurrido a un fallo de su flanco derecho, que no logró despejar su frente y regresar lo bastante de prisa al realizar un recorrido innecesariamente largo por la izquierda. Aunque había peleado con valentía y resultado gravemente herido, el capitán Bermúdez sintió el peso de la responsabilidad, y cuando se le amputó la pierna se soltó el torniquete para desangrarse hasta morir.

San Martín agradeció al sacerdote Julián Navarro, que atendió con empeño a los soldados en San Lorenzo. Y aunque la victoria fue incompleta, también resultó beneficiosa en el botín capturado: cuarenta y un fusiles, un cañón, ocho espadas, ocho bayonetas y ocho pistolas.

Incapacitado después de la batalla, San Martín tuvo que dictar sus informes. Sus heridas consistían en un corte a lo largo de la mejilla izquierda, un brazo torcido y una pierna magullada. Sus acciones habían sido las propias de un oficial con experiencia. Dirigir la carga desde el frente había sido necesario en esta ocasión ya que debía dar ejemplo a sus Granaderos en su bautismo de fuego, a pesar de que esta arriesgada exposición pudo acabar con su vida. Unos años más tarde, en los campos de Chacabuco, tomaría la misma decisión al liderar personalmente la carga en la que los Granaderos pusieron en juego el destino de la revolución.